En mi primer viaje al Padre Ignacio, hace varios años atrás, al famoso “cura sanador”, recuerdo que iba con muchas expectativas, creyendo que iba a ver a un “showman”, me imaginaba muchas cosas de ese Padre milagroso, pues se oían muchas cosas de él, de las famosas sanaciones que realizaba.
Partiendo desde Córdoba Capital, nos dirigimos en grupo hacia la ciudad de Rosario, Santa Fe, en donde se encuentra la Parroquia Natividad del Señor, en la que el Padre Ignacio Peries ejerce su ministerio sacerdotal.
Después de esperar algunas horas, se abrieron las puertas de la parroquia y por fin pude ingresar a ese lugar que tanto había soñado e imaginado. Mi expectativa aumentaba. Se rezó primero, pero durante la oración, vi a un hombre de morena piel ingresar muy rápido, verificando y chequeando si el sonido estaba bien, si todo estaba perfecto para comenzar la misa. Vestía pantalones holgados, con una sencilla camisa manga corta y una especie de mocasines muy cómodos. Su autoridad hacia los servidores, músicos y los profesionales del canal que iban a filmar la misa se hacía sentir. Aquí y allá daba órdenes rápidamente, y como lo veía desde arriba, donde me había acomodado, no podía ver bien su rostro, sólo vi que tenía una negra barba tupida y bien cuidada como su renegrido pelo cuidadosamente cortado. – ¡Que eficiente que es el organizador de la misa! – le susurré a mi esposo. A lo que, para mi sorpresa, él me respondió que era el propio y mismísimo Padre Ignacio. Como cualquier hombre común, ingresando antes de dar apertura a la misa para verificar que todo esté perfecto, confirmando así su humildad de espíritu y su autoridad también.
Su sermón fue tranquilo con su fuerte acento extranjero, por ser él nacido en Sri Lanka (antes llamada Ceylan o Ceilán), y lo traducía al mismo tiempo al inglés, lo que me hizo deducir que su misa llegaba también a países de habla inglesa.
Llegó la hora de la bendición y se apagaron las cámaras y luces de filmación. Ese momento es sagrado, único, especial, pero no era nada de lo que yo había pensado que podría ser. El “showman” que yo había imaginado, era un hombre común, que desvistiéndose de su casulla y estola eclesiástica y quedándose solamente con el alba (túnica) y el cíngulo, se paró en medio de la parroquia, mientras los servidores nos acomodaban para ir pasando de a dos frente a él. Todo era muy rápido, pero… ¿Quién dijo que por ser rápido Dios no le mostraba a él tu situación?
Cuando me tocó el turno de pasar, detrás de mí venía mi esposo, como si fuera otra persona ajena a mí, pero pasando yo, él le agarró a mi esposo al mismo tiempo y nos unió a ambos en su pecho (¿cómo dedujo que éramos marido y mujer?), mientras le decía cosas en un idioma que yo desconocía a una servidora, pero que pude entender dos palabras; dos palabras que sabíamos de qué se trataba con mi compañero de vida. La servidora nos tradujo lo que él nos había ordenado para hacer y en nuestras manos colocó un papel con una oración. Apenas escuchamos las palabras de la muchacha, rompimos a llorar con mi esposo y así salimos del recinto sagrado: abrazados y llorando, conmovidos por la revelación que ese hombre de mediana estatura, tez morena y de mirada penetrante había recibido sobre nuestras vidas. ¡Está demás decirles que nuestra situación cambió rotundamente en un 100%! Claro que la vida no sigue todo color de rosa, pero vivimos el día a día como si fuera un verdadero milagro: ¡El milagro de la vida!
En el camino de retorno, escuchamos tantos testimonios de otros viajeros que parecían sacados de un cuento con final feliz. Desde cánceres hasta infertilidad masculina y femenina curadas, personas con depresión siendo libres del agobio…y tantos pesares más que existen en este plano existencial.
Lo que sí, él siempre aclara y lo repite que todos debemos entender, que El que sana no es él, sino Dios, a través de un don que se le concedió por su gracia. Entonces, demos gracias a Él, que nuestro querido Padre Ignacio es un Siervo obediente y fiel a su Señor y cumple el mandato de multiplicar sus talentos.
¡Toda la Gloria sea dada al Señor Dios!
Autor: Marilyn Rigo